sábado, 25 de octubre de 2014

El último amanecer

La noche previa al día en que dejó entrar a la muerte en su vida, escribió la dolorosa carta que le fue encontrada en su mano izquierda.

Esa noche de abril se sentó a escribir atropelladamente miles de palabras que iban construyendo líneas, convertidas en frases cada una más dolorosa que la anterior; al fin y al cabo, era una carta a un hijo ausente.

"Fuiste pensado, soñado y anhelado. Hoy estás lejos de mí y sabes que me duele, porque quiero tenerte aquí, abrazarte, besarte y decirte cuánto te amo… En este momento estás tan lejos que me duele el alma y me tiene destrozado el corazón, pero quiero que sepas que fuiste el producto de un amor dado y de un deseo enorme porque existieras… porque fuiste proyectado para este momento de mi vida”.

Palabra a palabra iba dejando el alma, desparramaba sentimientos, el corazón se rompía y en la cabeza se atropellaban las frases que iban construyendo una carta a quien apenas estaba en sus primeros meses de gestación, pero que ya era ausente. Se le nublaba la vista con lágrimas.

“Le pido a Dios con fe, la misma que hoy tengo refundida por el dolor y la angustia de una oración hasta ahora no respondida, que me permita tenerte ya, ahora mismo, porque no hallo el momento en que abrazarte y mimarte sean mi razón de ser”.

Respiraba profundo y expulsaba el aire por su boca con rapidez. Era una técnica que aprendió para los momentos de crisis, 30 segundos eran suficientes para recuperarse y volver a la palabra escrita.

“No desmayaré hasta tener la posibilidad de tenerte a mi lado… Nadie, salvo el Creador del mundo te arrancará de mi existencia, porque hoy te valoro a pesar de la ausencia…  No sé cuánto tiempo Dios me tenga en este mundo, pero espero que cada minuto a tu lado sea disfrutado como si fuera el último… para que al final del camino te sientas orgulloso de un padre que te amó desde el momento que supo que existías”.

Después de un “Te amo. Te extraño. Te espero. Tu padre”, le puso punto final a la carta. Aquella última noche se dedicó a leerla una y otra vez, repasaba frase a frase. Cerraba los ojos de vez en cuando y volvía al ejercicio de respiración para sobreponerse.

Cada minuto era más difícil, se preguntó si acaso ser feliz es estar lejos de quien se ama, de quien se soñó y se planeó como extensión de su vida.  Noches enteras luchó contra el demonio de la sinrazón, aquel que le había arrebatado la prolongación de su existencia.

Esa noche la ausencia recorrió su cuerpo como cuando la muerte camina hacia su próxima víctima. Los eternos días de ese abril agudizaron la agonía por la ausencia.

Días antes había tenido un acercamiento con la muerte. Caminó tantas veces por aquella cornisa, que le era familiar el vacío al que quería saltar. Sin embargo, aplazó la decisión.

Al amanecer, escuchó los pasos cerca, el corazón se aceleró, una sonrisa se dibujo en su rostro, esperaba con ansiedad la muerte, así que le abrió la puerta y se entregó voluntariamente a los brazos de quien quita la vida.

Murió sin haber superado la ausencia, pero había hecho lo imposible por disfrutar su presencia.


El sol entraba por la ventana de su habitación mientras el hedor se acumulaba después de cinco lunas en que apareció la muerte para mitigar su dolor.








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