jueves, 29 de enero de 2015

Presencia


Murió sin haber superado su ausencia, pero había hecho lo imposible por disfrutar su presencia.


sábado, 24 de enero de 2015

Sentimientos encontrados

Sentado en una silla de madera con bases de hierro, en aquel parque en el que sobresalen las figuras regordetas del maestro Fernando Botero, en el centro de aquella ciudad ajena, esperaba el mensaje de la mujer de hermosa sonrisa.

Se habían fijado las dos de la tarde como hora máxima para acordar el encuentro. Los sesenta minutos de espera en esa silla se hacían eternos. Miraba con cierta frecuencia el reloj, revisaba los mensajes en su celular y, debido al bullicio en el entorno, observaba de reojo la pantalla con la ilusión que la anhelada llamada finalmente fuera una realidad.

El tiempo corría y perdía las esperanzas. Parecía que esa tercera vez en la que se verían, no era posible. En su interior, los sentimientos encontrados hacían de las suyas.  Un par de horas antes  había experimentado un enorme dolor. La lucha personal emprendida hace casi año y medio parecía llegar a fin.

La sola idea de no verla le agregaba algo más de sal a la herida. Era quizás la última vez que se encontrarían y se lo dijo con énfasis en aquel mensaje en el que le insistió que quería compartir con ella así fuera unos instantes. Tal vez no habría un mañana para regresar.

Y es que el episodio vivido apenas un par de horas antes y aquel incidente que experimentó una semana atrás en el que casi pierde la vida, incrementaron sus deseos por tenerla frente a frente, de volver a verla sonreír, de intercambiar nuevamente unas cuantas palabras, pero sobre todo de sentirla a través de un abrazo o de un beso.

Los minutos se hacían eternos, la ansiedad se apoderaba de su interior, perdía la fe. Se estrechaba el tiempo, la espera producía un caos, el mensaje no llegaba.

Entre tanto, cientos de personas pasaban frente a él,  el vendedor de refrescos, el policía que vigilaba el lugar, el hombre y la mujer que regresaban a su sitio de trabajo, el extranjero que disfrutaba de sus vacaciones, la niña que jugaba a las escondidas con su mascota entre las figuras de Botero.

Bastaba con levantar un poco la mirada para observar el paso de los vagones del metro o mirar el cielo azul. Una mujer de unos cincuenta años que estaba sentada a su lado le preguntó si conocía el sector de Aranjuez o un barrio cuyo nombre no logró entender. Le respondió que no era de esa ciudad, que estaba de paso y que ya en unos minutos se desplazaría al aeropuerto para regresar a la capital que lo vio nacer.

Eso lo distrajo un poco de su insistente mirada al reloj y al celular. La mujer se levantó de la silla, se despidió y se perdió en el horizonte. Él volvió a lo suyo. La angustia volvió a él. Los minutos seguían pasando y aunque, aparentemente lentos, la ansiedad lo consumía  rápidamente. El temor se apoderó de su interior, la hora prevista estaba por llegar. El plazo estaba por vencerse.

Revisaba unos documentos cuando un mensaje llegó a su celular, dirigió su mirada a la pantalla. Era ella. Diez minutos antes de la hora sentenciada finalmente pudo leer el mensaje que tanto esperaba. Sì habría un tercer encuentro con la mujer de hermosa sonrisa.

A la espera en el Parque Botero se sumaba otra en el sitio acordado. Era un lugar tradicional ubicado en la zona peatonalizada de la avenida Junín. Se sentó en una de las sillas ubicadas cerca a la entrada principal para observar el momento en el que ella haría su ingreso. Los minutos se volvieron nuevamente eternos. La ansiedad por saber si se produciría el encuentro se transformó ahora en la ansiedad por verla. Volvía a mirar con insistencia el reloj.

La mujer de hermosa sonrisa llegó al lugar. Él se paró de la silla. Se dirigió hacia ella. Alcanzó a ver que los comensales de la mesa vecina los miraron. Se saludaron con un beso. Se sentaron y ordenaron un jugo de mandarina. Repasaron lo sucedido horas antes y analizaron las posibles decisiones que debían tomarse. También hablaron del episodio ocurrido días atrás. Ella recordó que vivió de cerca una situación similar.

El tiempo que antes iba lento ahora parecía correr con rapidez. Era un contrasentido. Las palabras se atropellaban, había mucho por decir. Se cuestionaron por decisiones anteriores, se defendieron por haberlas tomado. Se preguntaron si acaso como consecuencia de esas decisiones se habían alejado un poco o si los silencios eran producto de alguna molestia.

Fueron cuarenta minutos excesivamente cortos que se atropellaban así como las palabras. Se dijeron tantas cosas como tantas se quedaron sin decir. Él la miraba como la primera vez. Ella preservaba la sonrisa, aquella que él observaba con frecuencia en la fotografía que guardaba como un tesoro.

El final del encuentro cayó sobre ellos como una guillotina. Llegó  la hora de la despedida. Pagaron la cuenta y salieron del lugar. Caminaron apenas unos metros, se detuvieron. Ella le señaló el lugar donde podría tomar el transporte rumbo al aeropuerto. Quedaron frente a frente y se despidieron. Se despidieron dos veces como si no quisieran que el momento fuera real.

En el fondo él no quería irse ni que ese instante se convirtiera en un adiós, sintió el beso en la mejilla. Ese beso lo estremeció, por eso no quiso mirar atrás. No quiso verla esfumarse entre cientos de personas que caminaban por el lugar. No quiso guardar en su memoria esa figura diluyéndose en el horizonte. No quiso ver cómo la mujer de hermosa sonrisa desaparecía de su vista quizás por última vez.