miércoles, 31 de diciembre de 2014

domingo, 14 de diciembre de 2014

Cita en el altar

Esa noche sería especial. Así lo habían soñado.

Después de algún tiempo de compartir momentos que llenaron el corazón y el alma, habían tomado la decisión de unir sus vidas y, esa noche sellarían el pacto, jurarían ante un altar vivir juntos para siempre y no dejarse jamás.

Diez y seis meses atrás, una tarde cualquiera, que para ellos no lo fue, sus ojos se encontraron en medio de una multitud. Algunos dirían que fue el destino, otros que fue la voluntad del Dios en el que muchos creen y otros atribuirían al azar el que a partir de ese momento sería el cambio en sus existencias.

En una calle abarrotada y a la espera que la luz del semáforo pasara de rojo a verde, sus ojos se estrellaron y una sonrisa se dibujó en ambos rostros. Él la había visto justo antes al otro lado. Ella, que esperaba con impaciencia cruzar la vía, se encontró con su mirada y le correspondió el tímido saludo.

Cuando se dio el paso, mientras caminaba cada uno en su sentido, mantuvieron la mirada fija y permanecía la sonrisa dibujada en el rostro. Al terminar de cruzar la calle voltearon a mirarse cada uno dándose un tiempo, pero ya se habían perdido entre la multitud.

A lo largo de la tarde y ya entrada la noche recordaban sus rostros, sus sonrisas pero sobre todo sus ojos. Gabriel, ojos miel. Laura, ojos azules profundo. No había sido una mirada cualquiera, por eso se cuestionaban si acaso la vida les permitiría volverse a encontrar y asumieron un reto personal.

Al día siguiente estuvieron a la misma hora, en la misma calle y allí estaban. Casi petrificados volvieron a mirarse, afanaban inconscientemente el cambio de luz del semáforo, unas cuantas mariposas causaban estragos en su interior. Él la esperó al otro lado de la calle, el mundo se le detuvo.

Finalmente, la vio caminar, fueron pasos eternos por la ansiedad, el rostro era el mismo que había quedado grabado en su mente. Le repitió el tímido saludo del día anterior que fue respondido amablemente. Ya frente a frente intercambiaron sus nombres y caminaron hacia una cafetería cerca.

Era un pequeño lugar con muy pocas mesas, pero agradable. En las paredes tres grandes fotos sobre la producción cafetera del país. Mulas con bultos de café, campesinos en proceso de secado del grano y una familia entera de aquella región. Pidieron capuchino acompañado de una galleta de cereal.

Gabriel era un empleado en una empresa dedicada a la venta de servicios de telefonía móvil; Laura era recepcionista de una multinacional petrolera. El bordeaba los treinta años y ella los veinticinco. Se contaron parte de sus vidas y prometieron volverse a ver, ya no en la rutina de las tardes cruzando una calle, sino una vez acabaran sus jornadas de trabajo.

Así nació la historia de quienes a partir de esa segunda tarde vivieron buenos y malos momentos. Visitaban con cierta frecuencia las salas de cine de la ciudad, procuraban estar al día en la cartelera. Disfrutaban de algunas obras de teatro, especialmente, las temporadas en aquel lugar que alguna vez hizo parte de una iglesia católica y que fue acondicionado para atraer público con historias modernas. También dedicaban un buen espacio a recorrer los restaurantes de moda, incluso los que estaban ubicados en las afueras de la ciudad.

Los malos momentos corrieron por cuenta de divergencias que, algún día calificaron como tonterías: se cruzaban en horarios de trabajo y alguno de los dos llegaba a destiempo a una cita; el teléfono no era contestado en el momento; el vestido no era el adecuado para el evento previsto; cosas mínimas que los hacían discutir. Altercados que al final los hacían sufrir, que convertían las noches en horas eternas pero a la mañana siguiente olvidaban lo sucedido y se volvían a mirar a los ojos con la misma pasión de la primera tarde.

Se saludaban con un beso en los labios y una caricia. Se tomaban de la mano con el mismo amor, con el mismo cariño del primer día que se hicieron novios. Así recorrían las calles de la ciudad, se dejaban llevar del amor sentido. Ese mismo amor que llevó a Gabriel a pedirle que compartiera su vida a su lado hasta el final de sus días.

Fue una noche de julio. La invitó a pasar unos días en Cartagena, la ciudad ajena que quiso como suya. Por razones de su trabajo la visitó algunas veces y cada vez le pareció más llena de magia, lo llenaba de buenos recuerdos. Le gustaba observar los modernos edificios que bordean el mar apenas separados por una calle que atraviesa la ciudad, los hoteles lujosos que se erigían cada vez con más frecuencia, pero sobre todo disfrutaba como extasiado la ciudad amurallada llena de un colorido sin igual, las calles estrechas, la arquitectura única y las esquinas atiborradas de historia.

El balcón de una vieja casona adornado con rosas rojas e iluminado por la luna llena fue el escenario escogido para pedirle que se hicieran uno, que compartieran el resto de su existencia juntos en el calor de un hogar, con la promesa de hacer lo posible por ser feliz y hacerla feliz. La miró a los ojos y recordó la primera vez que la vio al otro lado de la calle. Vino a su mente la primera sonrisa y el primer saludo tímido que dieron inicio a su historia.

Cruzaron raudos estos recuerdos por su mente, mientras esperaba con ansiedad la respuesta. Laura, mientras tanto, llenaba también su cabeza de buenos recuerdos, hizo un repaso por los momentos compartidos y entendió que habían sido uno durante esos meses juntos. La respuesta afirmativa estuvo acompañada de unas cuantas lágrimas y se fusionaron en un abrazo que no querían terminar. Esa noche se juraron amor eterno que sería confirmado el siguiente diciembre, un año y cuatro meses después de haberse cruzado en aquella calle de Bogotá.

Los siguientes cinco meses transcurrieron frenéticamente, el tiempo pasaba entre el trabajo y los planes de futuro, pasaban horas enteras haciendo listas interminables de las cosas que necesitarían el día de la boda, los invitados, los regalos. También discutían ampliamente sobre el apartamento donde vivirían, si era suficiente una o dos habitaciones, los muebles y los accesorios. Toda discusión terminaba cuando llegaban al punto que más tiempo y espacio les demandaba: el sueño de ser padres.

El reloj parecía detenerse justo en ese momento. Ella, casi de manera instintiva, se recostaba en las piernas de Gabriel, él, la acariciaba, le daba un beso en los labios y reiniciaban la amable discusión. Habían decidido que serían dos hijos, que comenzarían a buscar solo meses después de dar el sí en el altar. Se dejaban llevar por un listado de nombres. Los imaginaban nacer, crecer y correr en cualquier parque de la ciudad. Todo hacia parte de ese tiempo que le dedicaban a planear su futuro como familia.

Siguieron las noches de cine, de teatro, de visita a los restaurantes de moda, así como los días de trabajo y de rutinas que superaban con algo novedoso que los acercaba más a la plenitud. Se juraban amor eterno sin temor. Todo estaba enmarcado en la perfección normal de un futuro planeado.

La fecha prevista de diciembre había llegado. Esa noche en un altar se jurarían amor eterno. Los planes se habían venido cumpliendo casi milimétricamente, salvo el de aquel sueño de un hijo porque, sin pensarlo, ya había comenzado a crecer dentro de Laura. Ella había guardado el secreto que sería develado esa misma noche después de dar el si.


Gabriel salió en la madrugada con destino a su casa después de compartir con sus amigos de infancia la ultima noche de soltero. Su carro, que había comprado meses atrás, fue embestido por una camioneta conducida por un conductor ebrio. Un par de horas después, las autoridades confirmaron la identidad plena de quien esa noche tenia previsto jurarle amor eterno a la mujer que lo enamoró y a quien no le pudo cumplir la cita en el altar. Tampoco pudo conocer a la extensión de su vida: el hijo soñado.




martes, 9 de diciembre de 2014

Ausencia

Tu ausencia y silencio (que duelen) permanecerán en mi vida hasta el momento en que mi ausencia y silencio hagan presencia en la tuya, cuando ya no haya nada más por sentir ni más palabras que decir.


sábado, 15 de noviembre de 2014

Besos soñados

Esa tarde de cualquier mes se volvieron a encontrar en el mismo sitio de aquel día de octubre en el que se conocieron.

Una caricia y un beso en los labios interrumpieron el saludo dado casi como un susurro. Después de cinco eternos segundos de éxtasis abrió los ojos que se estrellaron con los suyos.

Caminaron sin afán las mismas calles, se decían cuánto se extrañaban el uno al otro, aunque se hablaban tres veces al día. El mundo frenético de las calles del centro de esa ciudad ajena no los afectaba. Caminaban lo suficientemente lento para retar el tiempo. Disfrutaba cada inagotable instante de su hermosa sonrisa y las frases de amor se decían sin temores ni ataduras.

Aunque detenían su andar en todas las esquinas, se daban el tiempo suficiente para mirarse y sonreír. Un te amo se escapaba de cada uno para reafirmar lo que minutos  antes se habían dicho. Lo repetían como si, acaso, fuera la primera vez y con el énfasis suficiente para que ninguno de los dos lo olvidara.

Llegaron al mismo restaurante de aquella tarde de octubre. Repasaron el lugar. Las mismas mesas con un mantel rojo, un plato color marfil, los cubiertos de plata en estricto orden, una copa con agua, unas servilletas de tela.

Durante el almuerzo volvieron a hablar sobre sus vidas, de sus alegrías y de sus tristezas, pero lo hicieron solo para jurarse que ahora no las disfrutarían o las sufrirían cada quien por su lado, sino que serían uno solo; que se amarían lo suficiente para reír o llorar, para vivir miles de momentos juntos, para saberse por la existencia tomados de la mano y con el corazón viviendo por los dos.

Volvieron a caminar por aquellas calles atestadas de gente que andaba rauda, pero para ellos, el tiempo no volvió a importar.

Regresaron a aquel café donde hubo un hermoso momento de confusión la tarde de un día del tercer mes del año en que se encontraron por segunda vez. Eligieron la misma mesa de madera. En la mitad, un candelabro con una vela prendida. Alrededor unos cuantos visitantes. Bebieron algo caliente.

Recordaron cómo cada uno, en su espacio, sufría la ausencia: besos por dar, caricias por recibir, palabras por decir, sonrisas por compartir. Se juraron que no volvería a suceder. Que desde el momento en que se dijeran amarse nuevamente, no habría ni ausencias ni silencios, que los eternos días de septiembre, que agudizaron la agonía por su ausencia, jamás regresarían.

Unas cuantas lagrimas cayeron por sus mejillas. Se dieron cuenta del daño de no tenerse el uno al otro y ya no habría excusa para repetir esa dolorosa historia.

Al llegar la noche, se refugiaron en la habitación de un hotel. Sin límites de tiempo y sin pasados que dolieran, vivirían el presente y disfrutarían el futuro. Serían uno solo -se lo prometieron- y comenzarían a cumplir la palabra empeñada. La abrazó, la besó, repasó su hermosa sonrisa, la miró a los ojos, recorrió su cuerpo y la amó como nunca.

Fueron uno. Se fusionaron, se estremecieron. Repitieron la dosis de amor cuantas veces quisieron. Las palabras se hicieron ausencia y las caricias presencia permanente. Se amaron tanto que derramaron lágrimas de felicidad. Quedaron impregnados el uno del otro.

Volvió a abrazarla, volvió a besarla, volvió a repasar su sonrisa, volvió a mirarla a los ojos, volvió a recorrer su cuerpo y volvió a amarla.

En la mañana, al despertar, se dio cuenta de que todo había sido un sueño, que no hubo un tercer encuentro. Sin embargo, la noche se le hizo tan corta que, camino a su destino, sentía aún los besos soñados. Deseó que la mujer de hermosa sonrisa hubiera sentido, a la distancia, el amor entregado. Al fin y al cabo, la amó en silencio, soñó su sonrisa, delineó su cuerpo en el imaginario, sintió sus tristezas y al final, se fue sin ser.