Procuró dormir,
pero le dio tantas vueltas al lado izquierdo de su cama que, al levantarse,
quedaron las evidencias del caos.
Aunque intentó
conciliar el sueño, llegaba a su mente el encuentro que había sostenido pocas
horas antes con la mujer de hermosa sonrisa. Jamás imaginó ese final. Había
guardado la esperanza que la foto deseada en la que estuvieran juntos fuera una
realidad.
Ante un intento
fallido en semanas anteriores, hubo la promesa de que una próxima vez la fotografía
sería tomada. Sus figuras quedarían plasmadas para siempre.
En su cabeza conjeturaba
lo que haría con esa imagen: la observaría a diario una y otra vez, la guardaría
en su móvil y en su portátil, haría que permanentemente regresara a su mente la
persona que le hizo volver a sentir en el corazón y que le devolvió parcialmente
la fe.
Aunque en la
realidad jamás estarían juntos, le era suficiente sentirla cerca cada vez que
mirara aquella foto que sería tomada en aquel lugar de la Avenida Junín, donde
sucedieron los últimos encuentros.
Desde aquella tarde
de octubre en que se conocieron, fueron
varios los momentos compartidos y cada de uno ellos parecía ser el último, se
despedían con un “hasta pronto”, pero la realidad los podría llevar a que
terminara siendo un “nunca más”.
Sin embargo, le
hicieron trampa a la vida y se dieron a la tarea de verse nuevamente cada vez
que él viajaba a esa ciudad ajena. Los encuentros sucedieron en un restaurante,
en el café de un centro comercial o en aquel salón de onces de la Avenida Junín.
En esos escenarios intercambiaron millones de palabras llenas de historias de
un presente doloroso y un futuro incierto. Eran instantes en los que, incluso,
de sus ojos salían lágrimas, las frases quedaban inconclusas o simplemente
permanecían suspendidas en el tiempo al recordar episodios que estremecían sus corazones.
Cada uno soportaba
su propio drama pero parecían mitigarlo cada vez que se contaban uno al otro lo
que sucedía. Se daban consuelo e intercambiaban consejos. Así transcurrían los
momentos compartidos con horas contadas y despedidas inciertas.
Una de esas tardes,
aquella en la que la mujer de hermosa sonrisa vestía una blusa azul y jean le
dijo por primera vez que estaba bonita. Le pidió que se tomaran una foto pero
no hubo respuesta. Prefirió no insistir. Sin embargo, no entendió y entristeció.
Relató aquella
jornada de la foto que no fue, en un escrito que hizo parte de su libro.
Sin embargo, días
después de escribir esa historia, ella le prometió que si se volvían a
encontrar se tomarían la fotografía. Y el momento llegó. Hubo un nuevo instante
para compartir. Fue otra tarde de intercambio de experiencias personales.
Habían sucedido muchas cosas en sus vidas, tan dolorosas e inciertas como las
anteriores y tan tristes que permanecían enquistadas en sus corazones. Momentos
que fueron narrados con detalle y sentidos con una enorme profundidad.
Poco antes
abandonar el lugar y de una nueva despedida, con la convicción que ese sería el
día señalado, le recordó la promesa, pero ella simplemente respondió que no y
aunque insistió, la negativa persistió. Así que simplemente salieron del sitio,
llegaron a la esquina de cada “hasta pronto” y cada quien cogió su camino.
Él se fue sin
entender: Dejó la ciudad ajena y decidió que no sería un “hasta pronto”.
Esa noche trató de
conciliar el sueño pero le fue imposible. Se cuestionó cientos de veces. Hizo
conjeturas. Se respondió otras tantas preguntas. Se interrogó sobre si acaso ese
era un elemento suficientemente irrefutable para decir “hasta nunca”; a veces
asentía, a veces intentaba convencerse
que no. Hubo lágrimas de dolor
pero muchas más de rabia. Su corazón se rompía a pedazos. Tomó una decisión:
sin importar cuantas veces tuviera que viajar a esa ciudad ajena no habría más
encuentros con la mujer que una vez amó, porque finalmente entendió que se estaba
aferrando a un amor imposible.