sábado, 15 de noviembre de 2014

Besos soñados

Esa tarde de cualquier mes se volvieron a encontrar en el mismo sitio de aquel día de octubre en el que se conocieron.

Una caricia y un beso en los labios interrumpieron el saludo dado casi como un susurro. Después de cinco eternos segundos de éxtasis abrió los ojos que se estrellaron con los suyos.

Caminaron sin afán las mismas calles, se decían cuánto se extrañaban el uno al otro, aunque se hablaban tres veces al día. El mundo frenético de las calles del centro de esa ciudad ajena no los afectaba. Caminaban lo suficientemente lento para retar el tiempo. Disfrutaba cada inagotable instante de su hermosa sonrisa y las frases de amor se decían sin temores ni ataduras.

Aunque detenían su andar en todas las esquinas, se daban el tiempo suficiente para mirarse y sonreír. Un te amo se escapaba de cada uno para reafirmar lo que minutos  antes se habían dicho. Lo repetían como si, acaso, fuera la primera vez y con el énfasis suficiente para que ninguno de los dos lo olvidara.

Llegaron al mismo restaurante de aquella tarde de octubre. Repasaron el lugar. Las mismas mesas con un mantel rojo, un plato color marfil, los cubiertos de plata en estricto orden, una copa con agua, unas servilletas de tela.

Durante el almuerzo volvieron a hablar sobre sus vidas, de sus alegrías y de sus tristezas, pero lo hicieron solo para jurarse que ahora no las disfrutarían o las sufrirían cada quien por su lado, sino que serían uno solo; que se amarían lo suficiente para reír o llorar, para vivir miles de momentos juntos, para saberse por la existencia tomados de la mano y con el corazón viviendo por los dos.

Volvieron a caminar por aquellas calles atestadas de gente que andaba rauda, pero para ellos, el tiempo no volvió a importar.

Regresaron a aquel café donde hubo un hermoso momento de confusión la tarde de un día del tercer mes del año en que se encontraron por segunda vez. Eligieron la misma mesa de madera. En la mitad, un candelabro con una vela prendida. Alrededor unos cuantos visitantes. Bebieron algo caliente.

Recordaron cómo cada uno, en su espacio, sufría la ausencia: besos por dar, caricias por recibir, palabras por decir, sonrisas por compartir. Se juraron que no volvería a suceder. Que desde el momento en que se dijeran amarse nuevamente, no habría ni ausencias ni silencios, que los eternos días de septiembre, que agudizaron la agonía por su ausencia, jamás regresarían.

Unas cuantas lagrimas cayeron por sus mejillas. Se dieron cuenta del daño de no tenerse el uno al otro y ya no habría excusa para repetir esa dolorosa historia.

Al llegar la noche, se refugiaron en la habitación de un hotel. Sin límites de tiempo y sin pasados que dolieran, vivirían el presente y disfrutarían el futuro. Serían uno solo -se lo prometieron- y comenzarían a cumplir la palabra empeñada. La abrazó, la besó, repasó su hermosa sonrisa, la miró a los ojos, recorrió su cuerpo y la amó como nunca.

Fueron uno. Se fusionaron, se estremecieron. Repitieron la dosis de amor cuantas veces quisieron. Las palabras se hicieron ausencia y las caricias presencia permanente. Se amaron tanto que derramaron lágrimas de felicidad. Quedaron impregnados el uno del otro.

Volvió a abrazarla, volvió a besarla, volvió a repasar su sonrisa, volvió a mirarla a los ojos, volvió a recorrer su cuerpo y volvió a amarla.

En la mañana, al despertar, se dio cuenta de que todo había sido un sueño, que no hubo un tercer encuentro. Sin embargo, la noche se le hizo tan corta que, camino a su destino, sentía aún los besos soñados. Deseó que la mujer de hermosa sonrisa hubiera sentido, a la distancia, el amor entregado. Al fin y al cabo, la amó en silencio, soñó su sonrisa, delineó su cuerpo en el imaginario, sintió sus tristezas y al final, se fue sin ser.