viernes, 11 de diciembre de 2015

Resucitar


Se dio cuenta que la amaba cuando moría lentamente con sus tristezas y resucitaba con su sonrisa.


lunes, 30 de noviembre de 2015

sábado, 19 de septiembre de 2015

La muerte a cuestas

Esa madrugada su alma intentó desprenderse dos veces del cuerpo. Él hizo un gran esfuerzo para evitarlo. No quería irse de este mundo sin dar ese abrazo aplazado a su hijo ausente.

Y aunque alguna vez lo tuvo en sus brazos, jamás imaginó que esa sería la única ocasión que lo tendría a su lado. La noche que unía el cinco y el seis de septiembre fue particularmente difícil. De sus ojos brotaban miles de lágrimas que acompañaban esa noche lluviosa en Bogotá.

Se conjugaron unos hechos que lo marcaron para siempre: era el aniversario por la muerte de su padre y, estaba por llegar, el final de un camino andado que le había sido tortuoso, una lucha titánica que estaba a punto de dar sus frutos.

En más de una oportunidad sintió cómo la vida se le iba de las manos. Lo experimentó durante un reciente viaje en el que estuvo a punto de ahogarse.

En esa ocasión, aunque lanzó la última brazada para alcanzar la orilla, inexplicablemente las fuerzas de su brazo derecho desaparecieron y se hundió. En un instante que parecía eterno, la existencia se le iba yendo, no tenía noción de tiempo ni de espacio, no encontraba ni el fondo ni la salida, parecía estar suspendido en la mitad de la piscina. Le pidió a Dios que lo sacara de ese angustioso momento. Había comenzado una cruzada que no quería dejar a mitad de camino. Se iría sin haber logrado la meta, pero sobre todo sin haberse despedido de quien estaba distante.

Otra noche de hace unos cuantos meses tuvo la sensación de haberse dejado ir y no luchó. Sintió el momento. La situación se apoderó del entorno. Su cuerpo tendido en la cama pareció quedarse ahí, mientras su alma lo abandonaba. Vio cómo se iba desprendiendo de su interior y, resignado, apenas fue un espectador. De repente volvió en sí, despertó asustado, se palpó varias veces y se cuestionó sobre si acaso sería una advertencia de lo que le podría suceder poco tiempo después. Pidió, en todo caso, a quien le corresponde en el orden natural de las cosas quitar o poner la vida, que le permitiera cumplir primero con la meta propuesta: el abrazo no dado. 

Las jornadas nocturnas parecían haberse convertido en el escenario de un encuentro permanente con el final de los días. En alguna ocasión, se encontraba en un sitio lúgubre, demasiado gris. Caminaba presuroso por el jardín justo en la mitad de unos apartamentos de unos cinco pisos. Lo hacía como si huyera y buscara refugio. Mientras apresuraba el paso, con sus manos iba desprendiendo de su espalda unos enormes gusanos blancos, los veía aparecer también en el piso pero no les prestaba atención, solo se ocupaba de los que iba arrancando de su humanidad. Al despertar, volvió a sentir que se trataba de un nuevo aviso y con sus rodillas al piso pidió que se le permitiera terminar la tarea encomendada.

Y lo hizo porque había recuperado en sueños recientes al lejano. Lo había visto y no quería perder la oportunidad de tenerlo frente a frente para decirle cuánto amor sentido y cuánto amor no dado. Quería explicarle que era ese mismo sentimiento el que le permitió emprender la lucha y tener un triunfo parcial que abría la puerta a estrechar su pequeño cuerpo.

Por eso, esa madrugada en la que su alma intentó desprenderse del cuerpo, de sus ojos brotaban miles de lágrimas que acompañaban esa noche lluviosa en Bogotá. Volvió a tener la sensación de que no lograría cumplir el sueño, así hubiera alcanzado una victoria en todo caso dolorosa, porque por encima de la razón estaba el egoísmo, a pesar de ese inmenso amor por el hijo ausente.



sábado, 8 de agosto de 2015

Corazón en pedazos

Procuró dormir, pero le dio tantas vueltas al lado izquierdo de su cama que, al levantarse, quedaron las evidencias del caos.

Aunque intentó conciliar el sueño, llegaba a su mente el encuentro que había sostenido pocas horas antes con la mujer de hermosa sonrisa. Jamás imaginó ese final. Había guardado la esperanza que la foto deseada en la que estuvieran juntos fuera una realidad.

Ante un intento fallido en semanas anteriores, hubo la promesa de que una próxima vez la fotografía sería tomada. Sus figuras quedarían plasmadas para siempre.

En su cabeza conjeturaba lo que haría con esa imagen: la observaría a diario una y otra vez, la guardaría en su móvil y en su portátil, haría que permanentemente regresara a su mente la persona que le hizo volver a sentir en el corazón y que le devolvió parcialmente la fe.

Aunque en la realidad jamás estarían juntos, le era suficiente sentirla cerca cada vez que mirara aquella foto que sería tomada en aquel lugar de la Avenida Junín, donde sucedieron los últimos encuentros.

Desde aquella tarde de octubre en que se conocieron,  fueron varios los momentos compartidos y cada de uno ellos parecía ser el último, se despedían con un “hasta pronto”, pero la realidad los podría llevar a que terminara siendo un “nunca más”.

Sin embargo, le hicieron trampa a la vida y se dieron a la tarea de verse nuevamente cada vez que él viajaba a esa ciudad ajena. Los encuentros sucedieron en un restaurante, en el café de un centro comercial o en aquel salón de onces de la Avenida Junín. En esos escenarios intercambiaron millones de palabras llenas de historias de un presente doloroso y un futuro incierto. Eran instantes en los que, incluso, de sus ojos salían lágrimas, las frases quedaban inconclusas o simplemente permanecían suspendidas en el tiempo al recordar episodios que estremecían sus corazones.

Cada uno soportaba su propio drama pero parecían mitigarlo cada vez que se contaban uno al otro lo que sucedía. Se daban consuelo e intercambiaban consejos. Así transcurrían los momentos compartidos con horas contadas y despedidas inciertas.

Una de esas tardes, aquella en la que la mujer de hermosa sonrisa vestía una blusa azul y jean le dijo por primera vez que estaba bonita. Le pidió que se tomaran una foto pero no hubo respuesta. Prefirió no insistir. Sin embargo, no entendió y entristeció.
Relató aquella jornada de la foto que no fue, en un escrito que hizo parte de su libro.

Sin embargo, días después de escribir esa historia, ella le prometió que si se volvían a encontrar se tomarían la fotografía. Y el momento llegó. Hubo un nuevo instante para compartir. Fue otra tarde de intercambio de experiencias personales. Habían sucedido muchas cosas en sus vidas, tan dolorosas e inciertas como las anteriores y tan tristes que permanecían enquistadas en sus corazones. Momentos que fueron narrados con detalle y sentidos con una enorme profundidad.

Poco antes abandonar el lugar y de una nueva despedida, con la convicción que ese sería el día señalado, le recordó la promesa, pero ella simplemente respondió que no y aunque insistió, la negativa persistió. Así que simplemente salieron del sitio, llegaron a la esquina de cada “hasta pronto” y cada quien cogió su camino.

Él se fue sin entender: Dejó la ciudad ajena y decidió que no sería un “hasta pronto”.

Esa noche trató de conciliar el sueño pero le fue imposible. Se cuestionó cientos de veces. Hizo conjeturas. Se respondió otras tantas preguntas. Se interrogó sobre si acaso ese era un elemento suficientemente irrefutable para decir “hasta nunca”; a veces asentía, a veces intentaba convencerse  que no.  Hubo lágrimas de dolor pero muchas más de rabia. Su corazón se rompía a pedazos. Tomó una decisión: sin importar cuantas veces tuviera que viajar a esa ciudad ajena no habría más encuentros con la mujer que una vez amó, porque finalmente entendió que se estaba aferrando a un amor imposible.


Esa noche profundamente oscura le dio tantas vueltas al lado izquierdo de su cama que, al levantarse, quedaron las evidencias del caos.