El sol entraba por la ventana de
su habitación mientras el hedor se acumulaba después de cinco lunas en que
apareció la muerte para mitigar su dolor.
Se había refugiado hacía varios
días en su habitación sin que nadie notara su ausencia. Había decidido entregarse
voluntariamente a los brazos de la muerte para que se llevara consigo el enorme
dolor que padecía desde unos cuantos meses atrás.
Días antes de ejecutar su osadía,
que algunos llamarían cobardía, caminaba por las calles tratando de encontrar
la respuesta a una ausencia que lo atormentaba, una ausencia que, acompañada de
un silencio, se conjugaban como una mala pasada que lo llenaban de sinrazones y
que lo llevaron a guarecerse en su soledad.
Recorrió caminos andados,
visitaba los lugares que alguna vez fueron compartidos y cerraba los ojos en
cada uno de ellos para reencontrarse. Algunas veces sonreía y se dejaba llevar
por el recuerdo. Se sentaba en la misma silla, le pedía al mesero el mismo
plato de comida, simulaba una conversación, se dejaba llevar y hablaba consigo
mismo del sueño que se había convertido en pesadilla.
Había momentos en los que el
recuerdo le atropellaba la cabeza, momentos en los que la conversación consigo
mismo se transformaba en palabras que se clavaban como una estaca en su corazón
y momentos en los que daba rienda suelta a las lágrimas. Repasaba
conversaciones que sostuvo con su pasado y se preguntaba cómo pudo haber creído
que era posible un futuro.
Aunque el corazón no volvió a
latir más fuerte ni las mariposas revoletearon en su estómago cuando regresaba
a los sitios compartidos, estos hacían parte de un pasado doloroso que nunca
superó y los repasaba para tratar de encontrar las respuestas que nunca
encontró.
Ese sueño de futuro convertido en
pesadilla le golpeaba fuertemente la vida. La misma que había entregado en
cuerpo y alma en la búsqueda de un sueño que se hiciera realidad. Es que su
existencia se apagaba cada vez que venían a su mente las promesas jamás
cumplidas, hubiera preferido un segundo adiós a ese silencio y a esa ausencia.
Ya cansado de tantos días
dedicados a recorrer caminos andados, decidió esconderse en las cuatro paredes
de su cuarto. Después de cinco lunas el hedor dio señales inequívocas que su
existencia se había extinguido. El legista encontró en su mano izquierda una
nota con un título inconcluso: “Carta a un hijo….”. Lo que nadie supo es que el
día en que se entregó voluntariamente a la muerte, sonrió con la satisfacción
de la vida cumplida.
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