sábado, 19 de septiembre de 2015

La muerte a cuestas

Esa madrugada su alma intentó desprenderse dos veces del cuerpo. Él hizo un gran esfuerzo para evitarlo. No quería irse de este mundo sin dar ese abrazo aplazado a su hijo ausente.

Y aunque alguna vez lo tuvo en sus brazos, jamás imaginó que esa sería la única ocasión que lo tendría a su lado. La noche que unía el cinco y el seis de septiembre fue particularmente difícil. De sus ojos brotaban miles de lágrimas que acompañaban esa noche lluviosa en Bogotá.

Se conjugaron unos hechos que lo marcaron para siempre: era el aniversario por la muerte de su padre y, estaba por llegar, el final de un camino andado que le había sido tortuoso, una lucha titánica que estaba a punto de dar sus frutos.

En más de una oportunidad sintió cómo la vida se le iba de las manos. Lo experimentó durante un reciente viaje en el que estuvo a punto de ahogarse.

En esa ocasión, aunque lanzó la última brazada para alcanzar la orilla, inexplicablemente las fuerzas de su brazo derecho desaparecieron y se hundió. En un instante que parecía eterno, la existencia se le iba yendo, no tenía noción de tiempo ni de espacio, no encontraba ni el fondo ni la salida, parecía estar suspendido en la mitad de la piscina. Le pidió a Dios que lo sacara de ese angustioso momento. Había comenzado una cruzada que no quería dejar a mitad de camino. Se iría sin haber logrado la meta, pero sobre todo sin haberse despedido de quien estaba distante.

Otra noche de hace unos cuantos meses tuvo la sensación de haberse dejado ir y no luchó. Sintió el momento. La situación se apoderó del entorno. Su cuerpo tendido en la cama pareció quedarse ahí, mientras su alma lo abandonaba. Vio cómo se iba desprendiendo de su interior y, resignado, apenas fue un espectador. De repente volvió en sí, despertó asustado, se palpó varias veces y se cuestionó sobre si acaso sería una advertencia de lo que le podría suceder poco tiempo después. Pidió, en todo caso, a quien le corresponde en el orden natural de las cosas quitar o poner la vida, que le permitiera cumplir primero con la meta propuesta: el abrazo no dado. 

Las jornadas nocturnas parecían haberse convertido en el escenario de un encuentro permanente con el final de los días. En alguna ocasión, se encontraba en un sitio lúgubre, demasiado gris. Caminaba presuroso por el jardín justo en la mitad de unos apartamentos de unos cinco pisos. Lo hacía como si huyera y buscara refugio. Mientras apresuraba el paso, con sus manos iba desprendiendo de su espalda unos enormes gusanos blancos, los veía aparecer también en el piso pero no les prestaba atención, solo se ocupaba de los que iba arrancando de su humanidad. Al despertar, volvió a sentir que se trataba de un nuevo aviso y con sus rodillas al piso pidió que se le permitiera terminar la tarea encomendada.

Y lo hizo porque había recuperado en sueños recientes al lejano. Lo había visto y no quería perder la oportunidad de tenerlo frente a frente para decirle cuánto amor sentido y cuánto amor no dado. Quería explicarle que era ese mismo sentimiento el que le permitió emprender la lucha y tener un triunfo parcial que abría la puerta a estrechar su pequeño cuerpo.

Por eso, esa madrugada en la que su alma intentó desprenderse del cuerpo, de sus ojos brotaban miles de lágrimas que acompañaban esa noche lluviosa en Bogotá. Volvió a tener la sensación de que no lograría cumplir el sueño, así hubiera alcanzado una victoria en todo caso dolorosa, porque por encima de la razón estaba el egoísmo, a pesar de ese inmenso amor por el hijo ausente.