Sin la premura del
tiempo de otras tardes, descendió del vagón del metro en la estación Parque
Berrio.
Unas cuantas horas
después volvería a verla, no importaba la espera, no habría sobresaltos, ni
estaría pendiente del reloj, simplemente esperaría a que llegara el momento en
que disfrutaría los ciento cincuenta minutos acordados.
En su mente
divagaba sobre las historias que se podrían construir después de detallar
algunos rostros que acababa de observar durante el corto viaje.
Bajó las escaleras.
Buscó un sitio para descansar. Entró a una cafetería en una calle cercana,
pidió una bebida caliente y se devolvió mentalmente un poco en el tiempo.
Se preguntó si la
mujer de unos setenta años, de piel curtida, manos temblorosas y voz suave, que
se sentó al frente suyo, era una de las miles de victimas de la violencia.
Alguien llegado a esa ciudad después de soportar los rigores de una guerra
ajena que le arrebató no sólo su tierra, sino también a su esposo y a sus
hijos. Tenía una mirada triste que a veces se perdía en el horizonte. La
acompañaba un hombre que le iba indicando cada una de las estaciones. ¿Regresaría
a su terruño? ¿Volvería a ver a la familia que dejó en aquella zona apartada?
¿Tendría la oportunidad de comenzar de nuevo?.
Recordó a la
estudiante con uniforme de colegio. Tenía unos diez y seis años. Tez morena.
Ojos café. Tarareaba una canción que escuchaba en sus audífonos y que
acompañaba con movimientos armoniosos de su cuerpo. Aunque hacía parte de un
grupo de siete alumnos, estaba ensimismada con las notas musicales. Imaginó que
sería de último grado de bachillerato. ¿Tendrá la posibilidad de ingresar a la
Universidad? ¿Qué carrera escogería? ¿Cumpliría su sueño? O simplemente haría
parte de los millones de jóvenes que al terminar la secundaria buscan un
trabajo para ayudar a sus padres o pasan a engrosar las filas de otros millones
sin ninguna oportunidad laboral ni de estudio.
Su mente se detuvo
en el pequeño niño de aproximadamente un año y medio que llamó su atención.
Desde hace unos meses cada vez que escuchaba el llanto o la risa de un bebé se
estremecía su corazón. Lo miró con detenimiento: los tenis en sus diminutos
pies, la camiseta con la figura de un personaje de la televisión. Miraba su
cara que se iluminaba con una risotada cada vez que movía rápidamente el
sonajero con sus pequeñas manos. ¿Era el fruto de un amor dado? ¿El padre que
lo soñó hacia parte de sus primeros meses de crecimiento? ¿Cada cuánto lo podía
ver? ¿Acompañaría el hijo al padre hasta el final de sus días?
Para ese momento
ya había bebido un par de tazas de café.
Después de recordar aquellas personas y
construir mentalmente sus posibles historias y aventurar algunas hipótesis,
pagó la cuenta y salió nuevamente a la calle.
Muchas gente iba y
venía; los vendedores ambulantes ofrecían sus productos; caminar se hacia
difícil entre la multitud pero la sorteaba con paciencia. Recorrió cinco calles
y llegó a la plaza que le era familiar, aquella en la que unas semanas antes
esperó con ansiedad una llamada o un mensaje que le permitirían verla por
tercera vez.
Ese día el panorama
era distinto, tenía la certeza que se encontrarían. El reloj marcaba los
segundos y los minutos exactos; ya no corrían con la lentitud de la espera ni
con la rapidez de cuando no se quiere que se acaben los buenos instantes. Tuvo
el tiempo suficiente para detenerse frente al Museo de Antioquia en el que se
anunciaba la más reciente exposición del maestro Botero: “El Circo”. Le
preguntó al portero cuánto demoraba el recorrido, hizo un cálculo mental y
prefirió abortar el intento; lo dejaría para otra oportunidad, si es que había
un después.
Llegó con bastante
anticipación al lugar, el mismo de la Avenida Junín. Se sentó a esperar. Ella
apareció tan hermosa como siempre, con la misma sonrisa que lo enamoró. Se
saludaron con un beso en la mejilla, uno de esos besos, que cada vez que
coincidían en esa ciudad ajena, parecían quedarse pegados hasta el siguiente
“hola”.
Durante las dos
horas y media siguientes se acompañaron de jugos de mandarina, un vaso de agua
y un café, pero principalmente de millones de palabras dichas, de historias
escritas que revisaron para darles un orden, el mismo que esperaba quedara
impreso en aquel libro que hacía parte de su sueño por realizar.
También aparecieron
unas cuantas carcajadas. En realidad, fueron muchas, como muchos fueron los
momentos en los que la observó con detenimiento. Vestía una blusa azul y jean.
Se atrevió a decirle lo que nunca antes había sido capaz: -“Estás bonita”. El
rostro de ella se iluminó, sus labios rojos resaltaron y se escuchó un tímido:
“gracias”.
Volvieron a la
tarea inicial, repasaron los textos, intercambiaron opiniones. Discutieron
sobre aquellos en lo que aparecía la muerte como protagonista; él los defendió
e intentó convencerla. Le dijo que, en todo caso, algunos de ellos estarían entre los primeros
publicados. Fue una discusión que se zanjó amablemente y con el deseo de que el
libro soñado fuera una realidad. Se acercaba el final de encuentro. Habían sido
ciento cincuenta minutos muy agradables; una tarde que había superado las
anteriores, no solo por el tiempo juntos, sino porque fueron más cosas
compartidas, más risas, más palabras para guardar en la memoria.
Fue tan feliz que
quiso que un recuerdo quedara más allá de lo que pudiera atesorar en su cabeza:
una fotografía con la mujer de hermosa sonrisa que pudiera mirar miles de
veces. No hubo respuesta. No insistió. No entendió. Entristeció.
Y no es que las
ocasiones pasadas no hubiera sido feliz; simplemente entendía que cada día se
cerraba el cerco y, tal vez, esta sería la última vez que volvería a sentarse a
su lado.
Llegó el instante
poco deseado. Salieron del lugar, recorrieron el mismo camino de unas semanas
atrás, se detuvieron en la esquina de la despedida, ¿acaso la última? Se
preguntó si se sentaría frente al computador para escribir sobre lo compartido.
Sí, construiría una nueva historia, la
de aquella tarde de la foto que no fue.
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