sábado, 17 de enero de 2015

La noche

Recorrieron la Calle 27 de Febrero y la Avenida de Las Carreras de Santiago de los Caballeros a baja velocidad. Era la primera vez que visitaba la segunda ciudad en importancia de República Dominicana. Había estado en Santo Domingo en los primeros meses de 1999 en ejercicio de su labor profesional.

Habían acordado pasar unas cuantas horas esa noche en el sector de La Terraza, zona alta del centro de la ciudad. Para llegar debían atravesar casi por completo la capital de la Provincia de Santiago. Sería un recorrido de unos quince minutos en auto.

A lo largo del camino, ella le fue mostrando la ciudad. Edificios de oficinas, entre los cuales estaba el de la dependencia gubernamental donde laboraba hace unos cuantos años. El colegio Sagrado Corazón de Jesús donde estudió la secundaria. El Teatro Regional del Cibao, que tomó su nombre de una palabra indígena que significa: "lugar donde abundan las rocas, lugar de abundantes aguas o lugar donde hay oro".

Las calles estaban iluminadas. En temporada de diciembre, como sucede en la mayoría de países,  las luces de muchos colores sobresalían. Se detuvo un instante para observar un hermoso lugar: el Monumento a los Héroes de la Restauración, ubicado en una colina con vista a Santiago de los Caballeros, mide sesenta y siete metros de alto (como la Estatua de La Libertad de Nueva York) y está hecho totalmente en mármol.

En ese recorrido hacia La terraza, pasaron por la sede del periódico local Listín Diario y vieron a lo lejos la estación de bomberos y la estatua a Santiago Apóstol.

La temperatura había descendido. De los veinte grados del inicio del recorrido, pasó a los quince. Estaban en un sitio más alto y se sentía un poco más de frio, pero era agradable la vista. Se veía gran parte de la ciudad con sus luces multicolores.

“La Puerta del Sol” era el lugar ideal para tomar unas copas de licor. Sonaban unos cuantos merengues navideños. Corría una leve brisa, muy suave y tibia, que se paseaba por el lugar, decorado de blanco, sin paredes, pero cubierto de un techo también pintado de blanco. Ella había elegido el lugar con la certeza que pasarían una noche inolvidable acompañados de un delicioso vino chileno y una conversación que se extendería por unas cuantas horas.

El mesero los condujo a lo largo del sitio hasta llegar justo a la mesa ubicada en una esquina desde donde podían observar la ciudad y gran parte de la carretera que los llevó hasta allí.

Era una noche especial. Hace unos meses se habían conocido. Su afición por la lectura y por escribir historias propias y ajenas los unió. Se leían mutuamente y, en ocasiones, compartían letras e intercambiaban opiniones. García Márquez y su realismo mágico la habían impactado, pero también la realidad de un país ajeno que leía en libros como “Noticia de un Secuestro”, que seguía a través de los informativos o de su lectura habitual en la internet.

La violencia, el narcotráfico, la manera como se desdibujaban personajes siniestros para hacerlos aparecer como héroes, retratados así en unas cuantas telenovelas, hacían parte de esa percepción que ella tenia de aquella nación que no era la suya pero de la que se apropiaba con la avidez de querer seguir conociendo así fuera a la distancia.

Parte de esa realidad le había llegado por una persona a la que comenzó a tratar en desarrollo de su trabajo, era una mujer de Pereira, una ciudad importante que hace parte del Eje Cafetero colombiano. Ella también le mostraba esa realidad inquietante de su país pero, a la vez, le decía que un día acabaría todo ese presente para construir un futuro cierto como nación.

Eso fue lo que le impactó, por eso decidió hacer ese viaje a Republica Dominicana para conocer a la persona que sabía tanto de su país y con quien  compartía tantas letras.

Mientras la música seguía sonando e iban sumando copas de vino, ella le habló de sus viajes, de la hermosa sensación que le producía ir al mar y sentir la brisa, tomar fotos, tener el tiempo suficiente para leer, escribir, bailar y, sobre todo, conocer gente, con la que, en alguna medida, aún mantenía contacto.

Pasaban los minutos y la temperatura seguía bajando. El le ofreció su chaqueta que aceptó gustosa: “Está calientita y tiene tu perfume”, le dijo en tono suave. Se había aplicado su fragancia favorita, Fahrenheit, de la casa Dior. En tono jocoso ella le dijo que la prenda quedaría impregnada también de su perfume, un Chanel exquisito, que se roció en el cuello y el cabello. No hubo reparos.

Hablaron largo rato de sus frustraciones y de sus victorias significativas, de cómo habían enfrentado sus existencias, de cómo se les había arrebatado personas de su lado, de amores y desamores, de las letras que contenían una alta dosis de sus propias realidades o de situaciones ajenas que merecían ser contadas. Se miraban a los ojos, sonreían cuando alguna anécdota lo ameritaba, o dejaban escapar unas cuantas lagrimas cuando los recuerdos de dolor se hicieron presentes.

Le contó, por ejemplo, algo de lo que ella se dolía pero que le sirvió como una lección, al fin y al cabo, vinieron después sus dos hijos, que amaba con profundo respeto y admiración. “Cuando perdí mi primer bebé y acepté lo sucedido, entonces vino la curación. Aprendí, por ejemplo que para tener un hijo se necesita que todo esté unido, a un solo ritmo, que lo mejor estaba por venir y así sucedió” – le dijo.

A esa altura de la conversación, él la abrazaba para mitigar el frio que seguía apoderándose del lugar. La velada era tan agradable que decidieron salir del lugar para seguir intercambiando sus historias camino al Monumento a los Héroes de la Restauración. No había mucha gente alrededor.

Rumbo al lugar, él le contó cómo era su día a día, de por qué había recurrido a la palabra escrita. De cómo llenaba páginas enteras tratando de contar algunas experiencias propias o ajenas o, simplemente, unas cuantas letras producto de la imaginación y de por qué, a su edad, consideraba que era el momento de hacerlo. Le dijo que tal vez, algún día, harían parte de un libro, un sueño que jamás abandonó.

Aunque el Obelisco estaba apenas a cinco minutos del lugar, caminaban tan lento que transcurrieron veinte. Ella escuchaba atentamente la narración de los hechos que hacían parte de su vida y sentía cómo desnudaba un poco su alma.

Finalmente, habían llegado justo al frente de la imponente estructura, que fue construida por orden del dictador Rafael Trujillo y a la cual llamó el Monumento de la Paz pero que, tras su asesinato, en 1961, pasó a llamarse  Monumento a los Héroes de la Restauración, en honor a la Guerra de la Restauración de 1863, en la que República Dominicana recuperó su independencia de España.

Se quedaron uno breves momentos y luego decidieron regresar a la vivienda de la Urbanización Las Antillas desde donde cinco horas antes habían partido.

Era un apartamento cómodo con un recibidor, sala,  comedor, cocina y tres habitaciones, en una de las cuales descansaban los hijos de aquella mujer de tez morena y amplia sonrisa, que esa noche sobresalía por el labial rojo.

En lo que quedó de la madrugada durmió en su pecho mientras él la abrazó.


Al despertar, entrada la mañana, ella le contó lo que había soñado: estaba justo en el país que ella anhelaba conocer y se habían vuelto a encontrar. Esta vez procurarían no volverse despedir.



No hay comentarios:

Publicar un comentario