Recorrieron la Calle 27 de
Febrero y la Avenida de Las Carreras de Santiago de los Caballeros a baja
velocidad. Era la primera vez que visitaba la segunda ciudad en importancia de
República Dominicana. Había estado en Santo Domingo en los primeros meses de
1999 en ejercicio de su labor profesional.
Habían acordado pasar unas
cuantas horas esa noche en el sector de La Terraza, zona alta del centro de la
ciudad. Para llegar debían atravesar casi por completo la capital de la
Provincia de Santiago. Sería un recorrido de unos quince minutos en auto.
A lo largo del camino, ella le
fue mostrando la ciudad. Edificios de oficinas, entre los cuales estaba el de
la dependencia gubernamental donde laboraba hace unos cuantos años. El colegio
Sagrado Corazón de Jesús donde estudió la secundaria. El Teatro Regional del
Cibao, que tomó su nombre de una palabra indígena que significa: "lugar
donde abundan las rocas, lugar de abundantes aguas o lugar donde hay oro".
Las calles estaban iluminadas. En
temporada de diciembre, como sucede en la mayoría de países, las luces de muchos colores sobresalían. Se
detuvo un instante para observar un hermoso lugar: el Monumento a los Héroes de
la Restauración, ubicado en una colina con vista a Santiago de los Caballeros,
mide sesenta y siete metros de alto (como la Estatua de La Libertad de Nueva
York) y está hecho totalmente en mármol.
En ese recorrido hacia La
terraza, pasaron por la sede del periódico local Listín Diario y vieron a lo
lejos la estación de bomberos y la estatua a Santiago Apóstol.
La temperatura había descendido.
De los veinte grados del inicio del recorrido, pasó a los quince. Estaban en un
sitio más alto y se sentía un poco más de frio, pero era agradable la vista. Se
veía gran parte de la ciudad con sus luces multicolores.
“La Puerta del Sol” era el lugar
ideal para tomar unas copas de licor. Sonaban unos cuantos merengues navideños.
Corría una leve brisa, muy suave y tibia, que se paseaba por el lugar, decorado
de blanco, sin paredes, pero cubierto de un techo también pintado de blanco.
Ella había elegido el lugar con la certeza que pasarían una noche inolvidable
acompañados de un delicioso vino chileno y una conversación que se extendería
por unas cuantas horas.
El mesero los condujo a lo largo
del sitio hasta llegar justo a la mesa ubicada en una esquina desde donde
podían observar la ciudad y gran parte de la carretera que los llevó hasta
allí.
Era una noche especial. Hace unos
meses se habían conocido. Su afición por la lectura y por escribir historias
propias y ajenas los unió. Se leían mutuamente y, en ocasiones, compartían
letras e intercambiaban opiniones. García Márquez y su realismo mágico la
habían impactado, pero también la realidad de un país ajeno que leía en libros
como “Noticia de un Secuestro”, que seguía a través de los informativos o de su
lectura habitual en la internet.
La violencia, el narcotráfico, la
manera como se desdibujaban personajes siniestros para hacerlos aparecer como
héroes, retratados así en unas cuantas telenovelas, hacían parte de esa
percepción que ella tenia de aquella nación que no era la suya pero de la que
se apropiaba con la avidez de querer seguir conociendo así fuera a la
distancia.
Parte de esa realidad le había
llegado por una persona a la que comenzó a tratar en desarrollo de su trabajo,
era una mujer de Pereira, una ciudad importante que hace parte del Eje Cafetero
colombiano. Ella también le mostraba esa realidad inquietante de su país pero,
a la vez, le decía que un día acabaría todo ese presente para construir un
futuro cierto como nación.
Eso fue lo que le impactó, por
eso decidió hacer ese viaje a Republica Dominicana para conocer a la persona
que sabía tanto de su país y con quien
compartía tantas letras.
Mientras la música seguía sonando
e iban sumando copas de vino, ella le habló de sus viajes, de la hermosa
sensación que le producía ir al mar y sentir la brisa, tomar fotos, tener el
tiempo suficiente para leer, escribir, bailar y, sobre todo, conocer gente, con
la que, en alguna medida, aún mantenía contacto.
Pasaban los minutos y la
temperatura seguía bajando. El le ofreció su chaqueta que aceptó gustosa: “Está
calientita y tiene tu perfume”, le dijo en tono suave. Se había
aplicado su fragancia favorita, Fahrenheit, de la casa Dior. En tono jocoso
ella le dijo que la prenda quedaría impregnada también de su perfume, un Chanel
exquisito, que se roció en el cuello y el cabello. No hubo reparos.
Hablaron largo rato de sus
frustraciones y de sus victorias significativas, de cómo habían enfrentado sus
existencias, de cómo se les había arrebatado personas de su lado, de amores y
desamores, de las letras que contenían una alta dosis de sus propias realidades
o de situaciones ajenas que merecían ser contadas. Se miraban a los ojos,
sonreían cuando alguna anécdota lo ameritaba, o dejaban escapar unas cuantas lagrimas
cuando los recuerdos de dolor se hicieron presentes.
Le contó, por ejemplo, algo de lo
que ella se dolía pero que le sirvió como una lección, al fin y al cabo,
vinieron después sus dos hijos, que amaba con profundo respeto y admiración. “Cuando
perdí mi primer bebé y acepté lo sucedido, entonces vino la curación. Aprendí,
por ejemplo que para tener un hijo se necesita que todo esté unido, a un solo
ritmo, que lo mejor estaba por venir y así sucedió” – le dijo.
A esa altura de la conversación,
él la abrazaba para mitigar el frio que seguía apoderándose del lugar. La velada
era tan agradable que decidieron salir del lugar para seguir intercambiando sus
historias camino al Monumento a los Héroes de la Restauración. No había mucha
gente alrededor.
Rumbo al lugar, él le contó cómo
era su día a día, de por qué había recurrido a la palabra escrita. De cómo
llenaba páginas enteras tratando de contar algunas experiencias propias o
ajenas o, simplemente, unas cuantas letras producto de la imaginación y de por
qué, a su edad, consideraba que era el momento de hacerlo. Le dijo que tal vez,
algún día, harían parte de un libro, un sueño que jamás abandonó.
Aunque el Obelisco estaba apenas
a cinco minutos del lugar, caminaban tan lento que transcurrieron veinte. Ella
escuchaba atentamente la narración de los hechos que hacían parte de su vida y
sentía cómo desnudaba un poco su alma.
Finalmente, habían llegado justo
al frente de la imponente estructura, que fue construida por orden del dictador
Rafael Trujillo y a la cual llamó el Monumento de la Paz pero que, tras su
asesinato, en 1961, pasó a llamarse
Monumento a los Héroes de la Restauración, en honor a la Guerra de la
Restauración de 1863, en la que República Dominicana recuperó su independencia
de España.
Se quedaron uno breves momentos y
luego decidieron regresar a la vivienda de la Urbanización Las Antillas desde
donde cinco horas antes habían partido.
Era un apartamento cómodo con un
recibidor, sala, comedor, cocina y tres
habitaciones, en una de las cuales descansaban los hijos de aquella mujer de
tez morena y amplia sonrisa, que esa noche sobresalía por el labial rojo.
En lo que quedó de la madrugada
durmió en su pecho mientras él la abrazó.
Al despertar, entrada la mañana,
ella le contó lo que había soñado: estaba justo en el país que ella anhelaba
conocer y se habían vuelto a encontrar. Esta vez procurarían no volverse
despedir.
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