Esa noche sería especial. Así lo
habían soñado.
Después de algún tiempo de
compartir momentos que llenaron el corazón y el alma, habían tomado la decisión
de unir sus vidas y, esa noche sellarían el pacto, jurarían ante un altar vivir
juntos para siempre y no dejarse jamás.
Diez y seis meses atrás, una
tarde cualquiera, que para ellos no lo fue, sus ojos se encontraron en medio de
una multitud. Algunos dirían que fue el destino, otros que fue la voluntad del
Dios en el que muchos creen y otros atribuirían al azar el que a partir de ese
momento sería el cambio en sus existencias.
En una calle abarrotada y a la
espera que la luz del semáforo pasara de rojo a verde, sus ojos se estrellaron
y una sonrisa se dibujó en ambos rostros. Él la había visto justo antes al otro
lado. Ella, que esperaba con impaciencia cruzar la vía, se encontró con su
mirada y le correspondió el tímido saludo.
Cuando se dio el paso, mientras
caminaba cada uno en su sentido, mantuvieron la mirada fija y permanecía la
sonrisa dibujada en el rostro. Al terminar de cruzar la calle voltearon a
mirarse cada uno dándose un tiempo, pero ya se habían perdido entre la
multitud.
A lo largo de la tarde y ya
entrada la noche recordaban sus rostros, sus sonrisas pero sobre todo sus ojos.
Gabriel, ojos miel. Laura, ojos azules profundo. No había sido una mirada
cualquiera, por eso se cuestionaban si acaso la vida les permitiría volverse a
encontrar y asumieron un reto personal.
Al día siguiente estuvieron a la
misma hora, en la misma calle y allí estaban. Casi petrificados volvieron a
mirarse, afanaban inconscientemente el cambio de luz del semáforo, unas cuantas
mariposas causaban estragos en su interior. Él la esperó al otro lado de la
calle, el mundo se le detuvo.
Finalmente, la vio caminar,
fueron pasos eternos por la ansiedad, el rostro era el mismo que había quedado
grabado en su mente. Le repitió el tímido saludo del día anterior que fue
respondido amablemente. Ya frente a frente intercambiaron sus nombres y
caminaron hacia una cafetería cerca.
Era un pequeño lugar con muy
pocas mesas, pero agradable. En las paredes tres grandes fotos sobre la
producción cafetera del país. Mulas con bultos de café, campesinos en proceso
de secado del grano y una familia entera de aquella región. Pidieron capuchino
acompañado de una galleta de cereal.
Gabriel era un empleado en una
empresa dedicada a la venta de servicios de telefonía móvil; Laura era
recepcionista de una multinacional petrolera. El bordeaba los treinta años y
ella los veinticinco. Se contaron parte de sus vidas y prometieron volverse a
ver, ya no en la rutina de las tardes cruzando una calle, sino una vez acabaran
sus jornadas de trabajo.
Así nació la historia de quienes
a partir de esa segunda tarde vivieron buenos y malos momentos. Visitaban con
cierta frecuencia las salas de cine de la ciudad, procuraban estar al día en la
cartelera. Disfrutaban de algunas obras de teatro, especialmente, las
temporadas en aquel lugar que alguna vez hizo parte de una iglesia católica y
que fue acondicionado para atraer público con historias modernas. También
dedicaban un buen espacio a recorrer los restaurantes de moda, incluso los que
estaban ubicados en las afueras de la ciudad.
Los malos momentos corrieron por
cuenta de divergencias que, algún día calificaron como tonterías: se cruzaban
en horarios de trabajo y alguno de los dos llegaba a destiempo a una cita; el
teléfono no era contestado en el momento; el vestido no era el adecuado para el
evento previsto; cosas mínimas que los hacían discutir. Altercados que al final
los hacían sufrir, que convertían las noches en horas eternas pero a la mañana
siguiente olvidaban lo sucedido y se volvían a mirar a los ojos con la misma
pasión de la primera tarde.
Se saludaban con un beso en los
labios y una caricia. Se tomaban de la mano con el mismo amor, con el mismo
cariño del primer día que se hicieron novios. Así recorrían las calles de la
ciudad, se dejaban llevar del amor sentido. Ese mismo amor que llevó a Gabriel
a pedirle que compartiera su vida a su lado hasta el final de sus días.
Fue una noche de julio. La invitó
a pasar unos días en Cartagena, la ciudad ajena que quiso como suya. Por
razones de su trabajo la visitó algunas veces y cada vez le pareció más llena
de magia, lo llenaba de buenos recuerdos. Le gustaba observar los modernos
edificios que bordean el mar apenas separados por una calle que atraviesa la
ciudad, los hoteles lujosos que se erigían cada vez con más frecuencia, pero
sobre todo disfrutaba como extasiado la ciudad amurallada llena de un colorido
sin igual, las calles estrechas, la arquitectura única y las esquinas
atiborradas de historia.
El balcón de una vieja casona
adornado con rosas rojas e iluminado por la luna llena fue el escenario
escogido para pedirle que se hicieran uno, que compartieran el resto de su
existencia juntos en el calor de un hogar, con la promesa de hacer lo posible
por ser feliz y hacerla feliz. La miró a los ojos y recordó la primera vez que
la vio al otro lado de la calle. Vino a su mente la primera sonrisa y el primer
saludo tímido que dieron inicio a su historia.
Cruzaron raudos estos recuerdos
por su mente, mientras esperaba con ansiedad la respuesta. Laura, mientras
tanto, llenaba también su cabeza de buenos recuerdos, hizo un repaso por los
momentos compartidos y entendió que habían sido uno durante esos meses juntos.
La respuesta afirmativa estuvo acompañada de unas cuantas lágrimas y se
fusionaron en un abrazo que no querían terminar. Esa noche se juraron amor
eterno que sería confirmado el siguiente diciembre, un año y cuatro meses
después de haberse cruzado en aquella calle de Bogotá.
Los siguientes cinco meses
transcurrieron frenéticamente, el tiempo pasaba entre el trabajo y los planes
de futuro, pasaban horas enteras haciendo listas interminables de las cosas que
necesitarían el día de la boda, los invitados, los regalos. También discutían
ampliamente sobre el apartamento donde vivirían, si era suficiente una o dos
habitaciones, los muebles y los accesorios. Toda discusión terminaba cuando
llegaban al punto que más tiempo y espacio les demandaba: el sueño de ser
padres.
El reloj parecía detenerse justo
en ese momento. Ella, casi de manera instintiva, se recostaba en las piernas de
Gabriel, él, la acariciaba, le daba un beso en los labios y reiniciaban la
amable discusión. Habían decidido que serían dos hijos, que comenzarían a
buscar solo meses después de dar el sí en el altar. Se dejaban llevar por un listado
de nombres. Los imaginaban nacer, crecer y correr en cualquier parque de la
ciudad. Todo hacia parte de ese tiempo que le dedicaban a planear su futuro
como familia.
Siguieron las noches de cine, de
teatro, de visita a los restaurantes de moda, así como los días de trabajo y de
rutinas que superaban con algo novedoso que los acercaba más a la plenitud. Se
juraban amor eterno sin temor. Todo estaba enmarcado en la perfección normal de
un futuro planeado.
La fecha prevista de diciembre
había llegado. Esa noche en un altar se jurarían amor eterno. Los planes se
habían venido cumpliendo casi milimétricamente, salvo el de aquel sueño de un
hijo porque, sin pensarlo, ya había comenzado a crecer dentro de Laura. Ella
había guardado el secreto que sería develado esa misma noche después de dar el
si.
Gabriel salió en la madrugada con
destino a su casa después de compartir con sus amigos de infancia la ultima
noche de soltero. Su carro, que había comprado meses atrás, fue embestido por
una camioneta conducida por un conductor ebrio. Un par de horas después, las
autoridades confirmaron la identidad plena de quien esa noche tenia previsto
jurarle amor eterno a la mujer que lo enamoró y a quien no le pudo cumplir la
cita en el altar. Tampoco pudo conocer a la extensión de su vida: el hijo
soñado.
me gustan los relatos,mucho,ya que el que los hace está acostumbrado a tener, esa perfecta selección de principio a fin, en mi ni un cuento!
ResponderEliminarun saludo cordial
lidia-la escriba
www.nuncajamashablamos.blogspot.com
Lidia, muchas gracias por tu comentario, son historias propias y ajenas que van construyendo miles de frases hasta convertirse en cuentos. Saludo.
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