Esa tarde de
cualquier mes se volvieron a encontrar en el mismo sitio de aquel día de
octubre en el que se conocieron.
Una caricia y un
beso en los labios interrumpieron el saludo dado casi como un susurro. Después
de cinco eternos segundos de éxtasis abrió los ojos que se estrellaron con los
suyos.
Caminaron sin afán
las mismas calles, se decían cuánto se extrañaban el uno al otro, aunque se
hablaban tres veces al día. El mundo frenético de las calles del centro de esa
ciudad ajena no los afectaba. Caminaban lo suficientemente lento para retar el
tiempo. Disfrutaba cada inagotable instante de su hermosa sonrisa y las frases
de amor se decían sin temores ni ataduras.
Aunque detenían su
andar en todas las esquinas, se daban el tiempo suficiente para mirarse y
sonreír. Un te amo se escapaba de cada uno para reafirmar lo que minutos antes se habían dicho. Lo repetían como si,
acaso, fuera la primera vez y con el énfasis suficiente para que ninguno de los
dos lo olvidara.
Llegaron al mismo
restaurante de aquella tarde de octubre. Repasaron el lugar. Las mismas mesas
con un mantel rojo, un plato color marfil, los cubiertos de plata en estricto
orden, una copa con agua, unas servilletas de tela.
Durante el almuerzo
volvieron a hablar sobre sus vidas, de sus alegrías y de sus tristezas, pero lo
hicieron solo para jurarse que ahora no las disfrutarían o las sufrirían cada
quien por su lado, sino que serían uno solo; que se amarían lo suficiente para
reír o llorar, para vivir miles de momentos juntos, para saberse por la
existencia tomados de la mano y con el corazón viviendo por los dos.
Volvieron a caminar
por aquellas calles atestadas de gente que andaba rauda, pero para ellos, el
tiempo no volvió a importar.
Regresaron a aquel
café donde hubo un hermoso momento de confusión la tarde de un día del tercer
mes del año en que se encontraron por segunda vez. Eligieron la misma mesa de
madera. En la mitad, un candelabro con una vela prendida. Alrededor unos
cuantos visitantes. Bebieron algo caliente.
Recordaron cómo
cada uno, en su espacio, sufría la ausencia: besos por dar, caricias por
recibir, palabras por decir, sonrisas por compartir. Se juraron que no volvería
a suceder. Que desde el momento en que se dijeran amarse nuevamente, no habría
ni ausencias ni silencios, que los eternos días de septiembre, que agudizaron
la agonía por su ausencia, jamás regresarían.
Unas cuantas lagrimas
cayeron por sus mejillas. Se dieron cuenta del daño de no tenerse el uno al
otro y ya no habría excusa para repetir esa dolorosa historia.
Al llegar la noche,
se refugiaron en la habitación de un hotel. Sin límites de tiempo y sin pasados
que dolieran, vivirían el presente y disfrutarían el futuro. Serían uno solo
-se lo prometieron- y comenzarían a cumplir la palabra empeñada. La abrazó, la
besó, repasó su hermosa sonrisa, la miró a los ojos, recorrió su cuerpo y la
amó como nunca.
Fueron uno. Se
fusionaron, se estremecieron. Repitieron la dosis de amor cuantas veces
quisieron. Las palabras se hicieron ausencia y las caricias presencia
permanente. Se amaron tanto que derramaron lágrimas de felicidad. Quedaron
impregnados el uno del otro.
Volvió a abrazarla,
volvió a besarla, volvió a repasar su sonrisa, volvió a mirarla a los ojos,
volvió a recorrer su cuerpo y volvió a amarla.
En la mañana, al
despertar, se dio cuenta de que todo había sido un sueño, que no hubo un tercer
encuentro. Sin embargo, la noche se le hizo tan corta que, camino a su destino,
sentía aún los besos soñados. Deseó que la mujer de hermosa sonrisa hubiera sentido,
a la distancia, el amor entregado. Al fin y al cabo, la amó en silencio, soñó
su sonrisa, delineó su cuerpo en el imaginario, sintió sus tristezas y al
final, se fue sin ser.
wooow.esos grandes amores, q lindo q lo amen asi a uno, excelente! exitos, saludos!
ResponderEliminarPatricia, muchas gracias por tus palabras y por tu visita a este espacio. Espero poder seguir contando con tus comentarios. Saludo.
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